El Abisinio, стр. 44

III LA CARTA CREDENCIAL

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La diplomacia es un arte que requiere un ejercicio de dignidad tan constante, tanta majestad en la compostura y tanta serenidad que es muy poco compatible con las prisas y el esfuerzo, es decir, con el trabajo. El senor De Maillet nunca desempenaba tan bien su papel de diplomatico avisado como en los momentos en que podia dedicarse por completo a su labor, porque no tenia nada mejor que hacer. No obstante conseguia elevar esa nada a la dignidad de una gracia de Estado, dotada -como es debido- de un halo de misterio e impregnada de desden hacia todos aquellos que hubieran tenido la osadia de pedirle cuentas respecto al empleo de su tiempo. Desde que la embajada partiera a Abi-sinia, y tras los engorrosos sinsabores que le habian causado las intrigas eclesiasticas, el consul habia podido reemprender por fin las tareas rutinarias de servicio al Estado: leia las gacetas que llegaban con retraso, estaba perfectamente al corriente de los ascensos y los traslados habidos en el seno del cuerpo diplomatico, a la vez que intentaba definir la direccion de su legitima ambicion. Por ultimo, siguiendo un orden establecido con una considerable antelacion, visitaba a numerosas personalidades turcas y arabes. A pesar de que no tenia nada que decirles y que tampoco consentia en escuchar nada, a menudo sus conversaciones alcanzaban el refinamiento, el cincelado de los bajorrelieves orientales que atraen la mirada y la cautivan, sin poder distinguir por ello alguna forma precisa, alguna senal, nada.

Esta armonia se rompio repentinamente en los primeros dias de mayo, de aquel ano 1700, o sea ocho meses despues de la partida de Poncet y Hadji Ali. Todo ocurrio en dos cortas semanas. Para empezar, el correo de Alejandria llego con una carta del conde de Pontchartrain, y el consul se encerro para leerla. Despues de las formulas de cortesia propiamente dichas y de ciertas observaciones de poco interes, el ministro pasaba a comentar la cuestion de Etiopia. El senor De Maillet se quedo atonito al leer las lineas siguientes:

En cuanto al asunto de sus emisarios en Abisinia, mucho me temo que los senores jesuitas que le comunicaron a usted las intenciones del Rey pretendan hacer valer tambien las suyas, que no son completamente las mismas. Ciertamente, Su Majestad ha expresado ante mi su deseo de ver entrar a Abisinia en el seno de nuestra Madre Iglesia, por el esfuerzo meritorio de los servidores de la Compania de Jesus. Sin embargo, no le complaceria tanto ver en su palacio de Versalles a una representacion del Rey de los abisinios. Despues de la entrevista que he mantenido hoy mismo con Su Majestad, puedo afirmar que no le agradaria en modo alguno recibir a tales enviados. Es mas, una embajada abisinia solo podria disgustar seriamente al Gran Senor de los turcos, con quien ahora es mas necesario que nunca obrar con toda nuestra inteligencia, dada la situacion de Europa. En sus cartas, no parecia usted muy convencido de la posibilidad de que sus comisionados regresaran sanos y salvos. No obstante, si volvieran a El Cairo, y en el supuesto de que llegaran con enviados del Rey de Etiopia, le encomiendo expresamente impedir que esos plenipotenciarios continuen su viaje hasta Versalles. Usted les da la bienvenida, acepta sus respetos y luego los manda de regreso con su senor, con profusion de lisonjas y nada mas.

Estas instrucciones inesperadas hacian augurar grandes problemas. Asi que el senor De Maillet estuvo sombrio mientras duro la comida, y durante los dias siguientes no ceso de reunirse en conciliabulo con el senor Mace, que para tal menester abandonaba el cuchitril donde vegetaba. Una semana mas tarde se produjo otra sorpresa. Un caballero arabe llego a la colonia a galope tendido, con su capa roja flameando al viento. Salto al suelo frente el consulado, manifestando que tenia una misiva para el representante de Francia. Este la recogio personalmente de manos del mensajero, tal como se estipulaba en el sobre. Tras cruzar unas palabras con aquel hombre, el consul se entero de que el correo procedia de Djedda, en la Arabia Afortunada, y que el correo habia llegado hasta alli en un viaje de tres etapas. Como el destinatario debia hacerse cargo del pago, el senor De Maillet delego en su secretario la tarea de regatear el precio del trayecto.

Esta otra carta sumio al diplomatico en un estado de inquietud aun mayor que la primera, hasta tal punto que causo trastornos en toda la casa. La mente del consul, ese mecanismo tan habil para desgranar hasta el ultimo minuto de ocio, no daba abasto para asimilar aquel cumulo de perturbadoras noticias. Por su parte la senora De Maillet tambien se sintio angustiada, pensando que la salud de su marido podia resentirse de nuevo.

Pero Alix, avida de noticias, era sin duda la mas nerviosa, despues de aquellos largos meses en que habia recorrido todos los territorios de la emocion: la esperanza, el desasosiego, el pesimismo, los mas negros presentimientos… y ahora estaba empezando a saber que era la resignacion.

La llegada de los dos correos la colmo de impaciencia y curiosidad. Pero esta vez el senor De Maillet ya habia tomado la determinacion de no desvelar a su familia los motivos de su preocupacion. Conservaba un recuerdo tenaz y desagradable del caos domestico que se habia producido por haber dado demasiadas confianzas, cuando la embajada emprendio viaje hacia Abisinia. Asi que el consul se contento con mascullar que habia complicaciones y se cerro de banda en cuanto alguien de su entorno le hizo la primera pregunta.

A pesar de sus esfuerzos, ni Alix ni Francoise pudieron enterarse de mas, ni siquiera escuchando detras de las puertas. Tenian que conformarse con hacer conjeturas. Para Alix, nerviosa y enamorada como estaba, la hipotesis mas verosimil era que algo grave le habia ocurrido a la embajada de Jean-Baptiste. La desesperaba no saber nada, pero afortunadamente a Francoise se le ocurrio una idea.

– Ya que el consul no se confia a nadie, la unica solucion es hacer pesquisas por nuestra cuenta.

– ?Entrar en su despacho? ?Pero eso es imposible! -exclamo Alix.

Aunque se habia vuelto mas audaz bajo la influencia de Francoise, se espanto ante la idea de semejante transgresion.

– ?No es tan dificil! -respondio Francoise-. Por la noche deja todos los papeles esparcidos sobre el escritorio y la puerta se queda abierta. Me lo ha dicho el joven nubio que cierra las contraventanas.

– Olvida que el guardia duerme en el vestibulo y que solo se puede entrar por alli.

– No se si sabe -dijo con sutileza Francoise- que el maestro Juremi temia que el brebaje que le dabamos al padre Gaboriau, cuando empezo a frecuentar la casa, no fuera suficiente para que se durmiera del todo.

– ?Que quiere decir con eso?

– Pues que me dio otro frasco. Segun me dijo, bastaba agregar unas gotas a cualquier liquido para que el buen hombre se rindiera a un sueno tan profundo que ni siquiera habria necesidad de hablar en voz baja a su lado. A aquel cura bonachon no le hizo falta. Pero aun tengo el frasco.

Al dia siguiente por la manana hubo que despertar al guardia con un cubo de agua fria en la cabeza. El senor De Maillet maldijo la embriaguez del personal de Oriente, pero no se dio cuenta de nada mas.

Sin embargo, la noche anterior, a las once, despues de cerciorarse de que el guardia dormia, Alix entraba en el despacho de su padre mientras Francoisc vigilaba la puerta. La joven estaba asustada ante lo que iba a hacer, pero en cuanto hubo atravesado la puerta del gabinete dio prueba de tener mucha sangre fria.

Sobre el cartapacio de cuero rojo del escritorio reconocio enseguida la carta del conde de Pontchartrain, pues los sellos de cera y los escudos de armas del ministro grabados profundamente en el papel de filigrana la destacaban entre las demas. Alix se apodero de la hoja con cautela, intentando retener en la memoria la posicion en que se hallaba. La dejo a un lado, sin molestarse en descifrarla, pues penso que lo esencial debia de estar en otra parte. Y asi era efectivamente, porque debajo de esta, descubrio otra mas breve. Si la primera carta se distinguia del resto de la correspondencia por su pulcritud, la otra resaltaba por su aspecto lastimoso. El papel estaba arrugado, manchado por el agua de lluvias y mancillado por huellas de dedos sucios. Alix la retiro con mucha precaucion. La habian enviado desde Djedda, y era la escritura de Jean-Baptiste. Alix se la llevo primero al corazon y se quedo quieta un instante, sin atreverse a leerla. Su sensibilidad se habia acentuado tanto durante aquella larga espera que al apretar aquel trozo de papel que Jean-Baptiste habia sostenido, sintio la misma emocion que si hubiera posado la mano sobre la suya. Unos instantes despues empezo a leer. Era una nota muy escueta, escrita con rapidez y con una pluma de bambu que achataba las letras. Las lineas ascendian hacia la derecha.

Excelencia:

Vuelvo a El Cairo. La mision en Abisinia ha sido un exito, aunque hemos lamentado la muerte del padre De Brevedent, que fallecio antes de nuestra llegada a la capital de Etiopia. Traigo conmigo a un embajador del Negus. En este momento esta cruzando el mar Rojo pues ha sido retenido mas tiempo del previsto en Massaua. El Rey de Reyes nos ha colmado de presentes para nuestro soberano. Llevamos diez esclavos abisinios, caballos, dos jovenes elefantes, asi como otras muchas cosas. En cuanto estemos todos juntos, solo nos restara remontar hacia Port-Said y encontrar un navio que nos lleve a casa. Si todo marcha bien, llegaremos a El Cairo dentro de un mes. Le ruego a su Excelencia…

– ?Un mes! -exclamo Alix.

Miro la fecha, escrita a vuelapluma en la parte superior de la carta, c hizo rapidamente sus calculos: la carta habia sido escrita exactamente veintinueve dias atras.

Volvio a colocar la misiva de Jean-Baptiste en su lugar, y encima la del ministro, que no habia tenido necesidad de leer porque ya se habia enterado de lo que queria saber.

2

Desde la colina donde Jean-Baptiste y sus companeros habian asentado el campamento se divisaba toda la ciudad de Suez. Apenas era un pueblo de casas arabes dominado por algunos edificios otomanos y por la mole ocre de la aduana coronada por un tejado de tejas romanas. El viento del golfo hacia ondear los estandartes verdes y deshilacliados de altas palmeras. Las velas triangulares de los navios comerciales aranaban, como una unada, el dedo azul del mar que se hundia en los pliegues del desierto. Los viajeros habian llegado a la llanura costera de Egipto, dejando tras de si los declives escarpados del Sinai.