Samarcanda, стр. 3

Libro primero. POETAS Y AMANTES

Dime ?que hombre no ha transgredido jamas tu Ley?

Dime ?que placer tiene una vida sin pecado?

Si castigas con el mal el mal que te he hecho,

Dime ?cual es la diferencia entre Tu y yo?

Omar Jayyam

I

A veces, en Samarcanda, al atardecer de un dia lento y triste, los ciudadanos ociosos van a deambular por el callejon sin salida de las dos tabernas, cerca del mercado de las pimientas, no para degustar el vino almizclado de Sogdian, sino para espiar idas y venidas u hostigar a algun bebedor achispado, al que arrastraran por el polvo, cubriran de insultos y condenaran a un infierno cuyo fuego le recordara hasta el fin de los siglos el rojo reflejo del vino tentador.

De un incidente parecido nacera el manuscrito de las Ruba'iyyat en el verano de 1072. Omar Jayyam tiene veinticuatro anos y hace poco tiempo que llego a Samarcanda. Esa tarde ?se dirige a la taberna o es el azar del callejeo lo que le lleva hasta alli? Renovado placer el de recorrer una ciudad desconocida con los ojos abiertos a las mil sugerencias de un dia que toca a su fin. Un chiquillo huye velozmente por la calle del Campo de Ruibarbo, descalzos los pies sobre los anchos adoquines y apretando contra su cuello una manzana robada en algun escaparate; en el bazar de los mercaderes de pano, en el interior de una tiendecilla situada a nivel mas alto que la calle, se sigue disputando una partida de chaquete a la luz de una lampara de aceite: dos dados que se lanzan, una palabrota, una risa ahogada; en el soportal de los cordeleros, un arriero se detiene cerca de una fuente, deja que el agua corra por el hueco las palmas de sus manos juntas y luego se inclina acercando los labios como para besar la frente de un nino dormido; saciada su sed, se pasa las palmas de manos mojadas por la cara, masculla unas palabras agradecimiento, recoge del suelo una cascara de sandia, la llena de agua y se la lleva a su animal para que a vez pueda beber.

En la plaza de los mercaderes de ahumados una mujer encinta aborda a Jayyam. Apenas tiene quince anos y lleva el velo levantado. Sin una palabra, sin sonrisa en sus labios ingenuos, le quita de las manos un punado de almendras tostadas que acababa de comprar. El paseante no se asombra, es una antigua creencia en Samarcanda: cuando una futura madre encuentra en la calle a un forastero que le agrada, debe atreverse a compartir su alimento, asi el nino sera tan hermoso como el, tendra su misma silueta esbelta y los mis rasgos nobles y regulares.

Omar mastica lentamente y lleno de orgullo las almendras restantes, mirando alejarse a la desconocida, cuando un clamor llega hasta el y le incita a apresurarse. Pronto se encuentra en medio de una muchedumbre desenfrenada. Un anciano de largos y esqueleticos miembros esta ya en el suelo, con la cabeza descubierta y los cabellos blancos revueltos sobre un craneo tostado por el sol. Sus gritos ya no son mas que un prolongado sollozo de rabia y de miedo. Sus ojos suplican al recien llegado.

En torno al desgraciado, unos veinte individuos, barbas encrespadas, garrotes vengadores, y a cierta distancia un coro de espectadores regocijados. Uno de ellos, al comprobar el semblante escandalizado de Jayyam le lanza con el mas tranquilizador de los tonos: «No es nada, no es mas que Jaber el Largo!» Omar se sobresalta, un estremecimiento de verguenza le recorre el cuerpo y murmura: «Jaber ?el companero de Abu Ali»

Un nombre de los mas comunes, Abu Ali, pero cuando un letrado lo menciona asi, con un tono de familiar deferencia, tanto en Bujara como en Cordoba, en Bali o en Bagdad, no cabe confusion alguna sobre el personaje: se trata de Abu Ali lbn-Sina, famoso en Occidente por el nombre de Avicena. Omar no llego a conocerlo, ya que nacio once anos despues de su muerte, pero lo venera como al maestro indiscutible de su generacion, el poseedor de todas las ciencias, el apostol de la Razon.

Jayyam murmura de nuevo: «?Jaber, el discipulo preferido de Abu Ali!» Porque, aunque lo ve por primera vez, no ignora nada acerca de su patetico y ejemplar destino. Avicena veia en el al continuador de su medicina y de su metafisica y admiraba la fuerza de sus argumentos; unicamente le reprochaba que profesara demasiado alto y demasiado brutalmente sus ideas. Este defecto le habia valido a Jaber varias temporadas en la carcel y tres flagelaciones publicas, la ultima en la Plaza Mayor de Samarcanda. Ciento cincuenta vergajazos en presencia de todos sus allegados. No se habia repuesto jamas de esa humillacion. ?En que momento paso de la temeridad a la demencia? Sin duda a la muerte de su esposa. Desde ese momento se le vio errar en harapos, tambaleandose y voceando locuras impias. Pisandole los talones, manadas de chiquillos, riendose a carcajadas, daban palmadas y le tiraban puntiagudas piedras que le herian hasta arrancarle lagrimas.

Mientras observa la escena, Omar no puede dejar de pensar: «Si no tengo cuidado, un dia sere esta piltrafa.» No es la embriaguez lo que mas teme, sabe que no se abandonara a ella; el vino y el han aprendido a respetarse y jamas se tiraran mutuamente por tierra. Lo que mas le asusta es la multitud y que derribe en el el muro de la respetabilidad. Se siente amenazado por el espectaculo de ese hombre en decadencia, dominado; quisiera apartarse de el, alejarse. Pero sabe que no abandonara a la turba a un companero de Avicena. Da tres pasos despacio y dignamente y finge la mayor indiferencia para decir con voz firme acompanada de un gesto soberano.

– ?Dejad marchar a ese desgraciado!

El cabecilla del grupo se inclina entonces sobre Jaber, luego se incorpora y va a plantarse con firmeza ante el intruso. Una profunda cicatriz le cruza la barba desde la oreja derecha hasta la punta del menton y es ese lado, ese lado hundido, el que muestra a su interlocutor, pronunciando como una sentencia:

– ?Este hombre es un borracho, un impio, un filosofo !

Escupe esta ultima palabra como una imprecacion.

– ?Ya no queremos ningun filosofo en Samarcanda!

Murmullo de aprobacion entre la multitud. Para esa gente, el termino «filosofo» designa a toda persona que se interesa demasiado por las ciencias profanas de los griegos y mas generalmente por todo lo que no es religion o literatura. A pesar de su juventud, Omar Jayyam es ya un eminente filosofo , un pez bastante mas gordo que ese desgraciado de Jaber.

Seguramente el de la cicatriz no le ha reconocido, puesto que se aparta de el y vuelve a inclinarse sobre el anciano, que se ha quedado mudo; lo coge por los pelos, le sacude la cabeza tres, cuatro veces, hace como si quisiera estrellarla contra la pared mas cercana y luego la suelta subitamente. Aunque brutal, el gesto es contenido, como si el hombre, a la vez que muestra su determinacion, dudara de llegar al homicidio. Jayyam escoge ese momento para intervenir de nuevo.

– Deja ya a ese anciano; es un viudo, un enfermo, un demente. ?No ves que apenas puede mover los labios?

El cabecilla se levanta de un salto, avanza hacia Jayyam y le senala con un dedo hasta tocarle la barba:

– Tu que pareces conocerle tan bien, ?quien eres? ?No eres de Samarcanda! ?Nadie te ha visto jamas en esta ciudad!

Omar separa la mano de su interlocutor con condescendencia pero sin brusquedad, para tenerlo a raya sin darle pretexto para una pelea.

El hombre retrocede un paso, pero insiste:

– ?Cual es tu nombre, forastero?

Jayyam duda en identificarse, busca un subterfugio, alza los ojos al cielo, donde una tenue nube acaba de ocultar la luna en cuarto creciente. Un silencio, un suspiro. ?Olvidarse en la contemplacion, nombrar una a una las estrellas, estar lejos, fuera del alcance de las multitudes!

El grupo lo rodea ya, algunas manos le rozan. Jayyam reacciona.

– Soy Omar, hijo de Ibrahim de Nisapur. ?Y tu quien eres?

Pregunta de pura formula, ya que el hombre no tiene ninguna intencion de presentarse. Esta en su ciudad y es el el inquisidor. Mas tarde Omar conocera su apodo; le llaman el Estudiante de la Cicatriz. Con un garrote en la mano y una cita en la boca, manana hara temblar a Samarcanda. Por el momento su influencia no se manifiesta mas alla de esos jovenes que lo rodean, atentos a la menor de sus palabras, a la menor senal.

En sus ojos, un subito fulgor. Se vuelve hacia sus acolitos, luego, triunfalmente, hacia la muchedumbre y grita:

– ?Por Dios! ?Como he podido no reconocer a Omar, hijo de Ibrahim Jayyam de Nisapur? ?Omar, la estrella de Jorasan, el genio de Persia y de los dos Iraqs, el principe de los filosofos!

Remeda una profunda zalema. Agita los dedos a ambos lados de su turbante, granjeandose indefectiblemente las risotadas de los mirones.

– ?Como he podido no reconocer a aquel que ha compuesto esta cuarteta tan llena de piedad y de devocion?:

Acabas de romper mi cantaro de vino, Senor.
Me has cerrado el camino del placer, Senor.
Has derramado por el suelo mi vino granate.
Dios me perdone, ?estarias borracho, Senor?

Jayyam escucha indignado, inquieto. Tal provocacion es un llamamiento al asesinato, en el acto. Sin perder un segundo lanza su respuesta en voz alta y clara, a fin de que nadie entre el gentio se deje enganar.

– Desconocido, es la primera vez que oigo esa cuarteta que sale de tu boca. Pero escucha una que he compuesto realmente:

Nada, no saben nada, no quieren saber nada.
Ya ves, esos ignorantes dominan el mundo.
Si no eres de los suyos te llaman incredulo.
Ignoralos, Jayyam, sigue tu propio camino.

Sin duda, Omar cometio un error al acompanar su «ya ves» con un gesto de desprecio en direccion a sus adversarios. Unas manos se tienden y le tiran del traje, que comienza a desgarrarse. Se tambalea. Su espalda choca contra una rodilla y luego contra una losa plana. Aplastado bajo la turba no se digna forcejear, esta resignado a que destrocen su traje y despedacen su cuerpo, se abandona ya al languido embotamiento de la victima inmolada, no siente nada, no oye nada, esta encerrado en si mismo, amurallado, impenetrable.