La batalla, стр. 32

Capitulo quinto . SEGUNDA JORNADA

«?Que paz la de la muerte! Como Ifigenia, lamentare la luz del dia, no lo que esta ilumina.»

Demi jour, JACQUES CHABDONNE

La planicie estaba cubierta de bruma. Un sol rojo, que se alzaba en el horizonte, coloreaba el campo con una luz de sangre. Aspern seguia ardiendo. Un viento persistente acarreaba espesos torbellinos de humo negro y acre. En los vivaques algunos hombres acurrucados se calentaban alrededor de las brasas. El coronel Sainte-Croix sacudio el hombro de Massena, el cual habia dormido dos horas entre unos arboles talados. El mariscal se levanto, despojandose de su manto gris, bostezo, se estiro y miro a su ayudante de campo bajando la cabeza, pues el joven no era mucho mas alto que el emperador, pero mas delgado, rubio, imberbe como una senorita. Al verle nadie habria imaginado su energia.

– Acabamos de recibir municiones y polvora, senor duque -le dijo.

– Decid que las distribuyan, Sainte-Croix.

– Ya lo he hecho.

– Entonces ?volvemos alla?

– El cuarto de infanteria de linea y el vigesimocuarto ligero estan cruzando el puente pequeno y marchan para reunirse con nosotros.

– Ataquemos primero, hay que aprovechar esta niebla para tomar de nuevo la iglesia. Que Molitor reuna a los supervivientes de su division.

Los tambores llamaron a concentracion, los batallones volvieron a formar, llegaban caballos bien domados incluso sin sus jinetes. Massena detuvo el caballo pardo de un husar que debia de estar agonizando en la planicie, lo monto sin ayuda, ajusto la brida a su mano y le hizo caracolear en direccion a Aspern. A su alrededor los hombres se vestian, frioleros, entumecidos tras haber dormido muy poco y mal, y se deslizaban a tientas hacia los pabellones para recoger sus armas. Sumisos por la fatiga y la fatalidad, no hacian ningun ruido, no decian nada, y se habria dicho de ellos que eran sombras. Siguieron a Massena, que avanzaba hacia el final de la larga calle. No se veia nada a diez metros de distancia. La iglesia, que albergaba desde la vispera una brigada del baron Hiller, al mando del general Vacquant, se habia perdido en la humareda y la bruma. Solo resonaban los sonidos de cascos y pisadas. Massena desenvaino la espada e indico con la punta, en silencio, el camino que debian seguir los supervivientes de la division Molitor. Estos, en columnas, avanzaban ante las casas de ambos lados y se reagrupaban detras de los arboles o las ruinas que rodeaban la plaza principal.

– ?Veis lo mismo que veo, Sainte-Croix? -Si, senor duque.

– ?Esos canallas han demolido el muro del cementerio y del recinto! ?Solo se les puede atacar al descubierto! ?Que os parece?

– Que es preciso esperar a las tropas de Legrand y de CarraSaint-Cyr, para tener por lo menos la ventaja del numero.

– ?Y la niebla se levantara! ?No! Esta niebla nos protege. ?Que se emprenda el asalto!

Un millar de tiradores todavia con sueno se lanzaron a la carrera contra la iglesia transformada en ciudadela. En plena niebla, con las bayonetas de punta, a veces tropezaban con los cada veres de la vispera o caian en los agujeros abiertos por los obuses. Los austriacos habian previsto el asalto y replicaban disparando desde todas partes, incluso desde el campanario a medias calcinado. Una y otra vez los soldados caian de bruces. En aquel momento, entre las tumbas del cementerio y el muro bajo, se diviso un comandante a caballo que alzaba una bandera con franjas doradas. Una tropa compacta le rodeo y, tras un grito, echaron a correr hacia los tiradores para ensartarlos. En el cuerpo a cuerpo todo esta permitido, y unos sostenian sus fusiles como si fuesen mazas, otros como hoces o mechadores, y se destripaban rugiendo. Algunos esperaban un instante antes de abalanzarse. Los hombres caidos al suelo quedaban en seguida inmovilizados, los demas chapoteaban entre los intestinos, ya no escuchaban los estertores, mataban para que no les matasen, chocaban, se desgarraban con unas y dientes, se cegaban arrojandose tierra y, debido a la niebla que los envolvia, los combatientes siempre se daban cuenta del peligro demasiado tarde.

Massena consultaba un reloj y Sainte-Croix rabiaba de impaciencia:

– ?Nuestros hombres pierden pie, senor duque!

– ?Senor duque, senor duque! ?Dejad de martirizarme el oido con vuestros senor duque! ?Duque de que, eh? ?De un villorrio italiano, de un simbolo? (Y en un tono burlon.) ?Yo no os llamo sin cesar senor marques, mi querido Sainte-Croix!

Sainte-Croix apretaba con tanta fuerza la empunadura de su espada que los dedos le palidecian. En efecto, su padre era marques y habia sido embajador de Luis XVI en Constantinopla, pero el, a quien su familia destinaba a la diplomacia, siempre se habia sentido atraido por la vida militar. Muy joven habia estado bajo las ordenes de Talleyrand, antes de enrolarse por recomendacion en uno de aquellos regimientos que el emperador habia formado con antiguos nobles y emigrados. Massena se habia fijado en el y lo habia incorporado a su sequito.

– Vigilad esos nervios, Sainte-Croix, si os gusta mandar. ?Habeis visto retroceder a cien tiradores? Yo tambien.

– ?Yo podria hacer que volvieran a la batalla, si Me dierais la orden!

– Tambien yo podria, Sainte-Croix.

Y Massena explico al joven coronel que se trataba de utilizar a los austriacos igualmente agotados por una jornada de combates, mientras aguardaban a los regimientos frescos. Sainte-Croix tenia veintisiete anos, y mas impetuosidad que experiencia, pero comprendio en seguida. Poseia un verdadero talento para la gloria. Los relatos de la Iliada le habian conmovido en su infancia. Durante largo tiempo habia querido igualar a Hector, Priamo, Aquiles, habia imaginado sus luchas con jabalina bajo las murallas ocres de Troya, cuando los dioses se hacian complices de aquellos gigantes feroces, magnificos y agiles por pesado que fuese el metal de sus cotas y grebas. Esa manana creia divisar a Aquiles, con su manto de piel de lobo, su casco adornado con colmillos de jabali, aquel glorioso tunante cuyas mentiras admiraba la diosa Atenea. Entonces Sainte-Croix oyo el redoble de los tambores y volvio la cabeza. Los penachos rojos salian de la bruma. Eran los fusileros de Carra-Saint-Cyr que llegaban.

Lejeune tenia la desagradable impresion de que se hundia en una nube gris. Ya no reconocia el camino recorrido cien veces la vispera entre la isla Lobau y Essling. Arboles y setos surgian ante su caballo en el ultimo momento y habia perdido sus puntos de referencia. Avanzaba al paso y se guiaba por los ruidos mas proximos. Alertado por un rumor a su izquierda, sin duda por el lado de la planicie cubierto de niebla, desenvaino la espada y se mantuvo inmovil. Una masa borrosa se movia cerca de el. La interpelo en frances y en aleman, pero, como no obtuvo respuesta alguna, imagino un peligro y se abalanzo contra aquella forma indecisa dando sablazos en todas direcciones. No habia mas que un voluminoso matorral azotado por el viento. Cubierto por las hojas y las ramitas que habia cortado, Lejeune se sentia aliviado y ridiculo. Finalmente vio un resplandor, hacia el que se encamino con prudencia, sin soltar la espada. El resplandor desaparecio cuando se aproximaba. En la bruma que empezaba a convertirse en jirones de vapor, se encontro con un grupo de coraceros que extinguian, pisoteandola, la fogata que les habia calentado por la noche.

– ?Soldados! -les dijo Lejeune-. ?He de ir a Essling por orden del emperador! Senaladme el camino mas corto.

– Habeis avanzado demasiado por la planicie -replico un capitan con las mejillas oscurecidas por una barba de varios dias-. Os dare una escolta para guiaros. Por aqui mis hombres se orientan incluso con los ojos vendados.

El capitan Saint-Didier gruno mientras se abrochaba el cinturon. A un centenar de metros los vivaques todavia brillaban, a pesar de la consigna.

– ?Brunel! ?Fayolle! ?Y tu, y vosotros dos de ahi! ?Id a confirmar a esos imbeciles que es preciso apagar todos los fuegos!

– Yo les acompano -dijo Lejeune.

– Como gusteis, mi coronel. Despues os llevaran a Essling… ?Fayolle! ?Poneos la coraza!

– Se cree invulnerable, mi capitan -dijo el coracero Brunel, subiendo de un salto a su caballo.

– ?Basta de pamplinas! -gruno Saint-Didier y, en un tono mas bajo, se dirigio a Lejeune-: No puedo tomarmelo a mal, la muerte de nuestro general los ha trastornado…

Mientras Fayolle cerraba su coraza, Lejeune le miraba. Habia tenido unas palabras con aquel mozo que esperaba saquear la casa de Anna, incluso le habia golpeado. El soldado, que no le habia reconocido, tomo la carabina con un gesto maquinal y monto a caballo. Los seis jinetes partieron hacia los vivaques iluminados. Cuando estaban bastante cerca y las siluetas se dibujaban mejor, identificaron los uniformes pardos de la Landwehr. Un grupo comia alubias directamente del caldero, otros brunian los fusiles con manojos de hojas. Los austriacos no se percataron a tiempo de que estaban rodeados de jinetes franceses y, como los creian mas numerosos, se levantaron mostrando sus manos sin armas. Antes de que Lejeune hubiera podido dar una orden, Fayolle espoleo a su caballo y se arrojo contra los austriacos. De un disparo de carabina destrozo el craneo del primero y luego, con el sable, corto de golpe la mano levantada del segundo.

– ?Detened a ese loco! -ordeno Lejeune.

– Esta vengando a nuestro general-dijo Brunel, con una sonrisa angelica muy ironica.

Lejeune lanzo a su caballo contra el de Fayolle y, por la espalda, cuando el otro iba a descargar su sable sobre un austriaco acurrucado en el suelo, le agarro la muneca y se la retorcio. Los dos hombres se encontraron cara a cara, jadeando, y Fayolle solto un bufido.

– ?No estamos en el baile, mi coronelito!

– ?Calmate o te mato!

Lejeune apunto la pistola de arzon que sostenia en la mano izquierda a la garganta del coracero.

– ?Todavia quieres romperme los dientes?

– Me muero de ganas.

– ?No te andes con chiquitas, aprovechate de tus galones!

– ?Idiota!

– Mas tarde o mas temprano… lo mismo me da.

– ?Idiota!

Fayolle movio bruscamente un hombro y su caballo se hizo a un lado. Durante este corto altercado, los coraceros habian reagrupado a sus prisioneros sin defensa. Tres de ellos habian logra do escabullirse durante el enfrentamiento de los dos franceses, pero los otros se dejaron prender, en absoluto disgustados porque ya no tenian que batirse.