La batalla, стр. 28

Capitulo cuarto . PRIMERA NOCHE

A la luz de la vela, Henri hurgo en su baul metalico con un aguila estampada y saco un cuaderno gris que puso sobre la mesa. La cubierta demasiado manoseada

mostraba un titulo en tinta negra: Campana de 1809 de Estrasburgo a Viena. Recorrio las ultimas paginas. Su diario se detenia el 14 de mayo y no lo habia proseguido. Las ultimas palabras que habia escrito eran: «Anado aqui un ejemplar de la proclamacion. Tiempo soberbio y muy calido». En esta pagina estaba plegada una famosa proclamacion que el emperador hizo imprimir la vispera de la capitulacion de Viena. Henri la desplego para releerla: «?Soldados! Sed buenos con los pobres campesinos, con el pueblo que tanto derecho tiene a vuestra estima. No conservemos ningun orgullo por nuestro exito, y veamos en el una prueba de la justicia divina que castiga al ingrato y el perjuro…». Se interrumpio. Como no creia una sola palabra de esta declaracion rimbombante, Henri sacudio la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Unos dias antes, en un villorrio, al no encontrar ni un huevo tan siquiera, habia anotado: «Lo que los soldados no se habian llevado, lo habian destrozado…». Dio la vuelta a esta proclamacion sin efecto para escribir a lapiz en el reverso:

22 de mayo por la noche. Viena.

Al crepusculo hemos vuelto a las murallas. El horizonte estaba enrojecido y temblaba todavia a causa de los incendios causados por la batalla, de la que no teniamos ninguna noticia cierta. Un boletin oficial tranquilizador no me tranquilizo, y la senorita K. todavia menos. La veo debilitarse a medida que transcurre el tiempo y que, alla abajo, aumenta el peligro. ?Cuantos muertos? Soy yo, el enfermo, quien debe sostenerla. Tiene la cara de Julieta ante el cuerpo presuntamente sin vida de su Romeo: «0 happy dagger, this is thy sheath! There rust, and let me die…».'

Henri garabateo en el margen «comprobar la cita», suspiro, como en el teatro, y reanudo su anotacion para consignar el extrano comportamiento del joven senor Staps. Al oir pasos en la escalera, creyo que este subia hacia el sobradillo, pero llamaron a su puerta, por lo que cerro el cuaderno con un gesto de irritacion y mascullo: «?Que quiere ahora ese iluminado?». Pero no era el aleman. En el pasillo, con una palmatoria en la mano, la vieja aya con turbante precedia a un hombre al que Henri no reconocio en seguida, tan insolita podia parecer su presencia. Una vez en la habitacion, Henri no tuvo ya dudas: se trataba del optico que alquilaba anteojos en las murallas, un poco jorobado, con el cabello blanco que formaba una corona alrededor del craneo liso y unas antiparras redondas que cabalgaban en medio de la nariz. El hombre chapurreaba un frances aproximado.

– Tsenor, os traigo fuestro dinerro.

Avanzo contoneandose hasta la mesa, sobre la que arrojo una bolsa de cuero gastado cerrada con un cordon.

– ?Mi dinero? -dijo Henri, y se apresuro a volver del reves los bolsillos de la levita y el chaleco para constatar que sus florines habian desaparecido.

– La habeis perdido en el camino de ronda.

– ?Vaya!

– Como soy honesto…

– ?Un momento! ?Como conoceis mi direccion?

– Oh, mi joven senor, eso no es muy dificil.

De repente el intruso hablaba en voz baja y timbrada, sin acento. Henri se quedo boquiabierto. El aya les habia dejado solos. El hombre se quito la levita, desanudo las tiras que retenian su joroba ficticia y se desprendio de la peluca, diciendo con marcado jubilo:

– Soy Karl Schulmeister, senor Beyle.

Henri le observo con detalle a la luz debil de la bujia. El falso optico que alquilaba anteojos era rechoncho, de talla mediana y piel rojiza, con profundas cicatrices que le cruzaban la frente. ?Schulmeister! Todo el mundo le conocia, pero ?cuantos podian reconocerle? A fuerza de espiar para el emperador habia llevado el arte del disfraz a tal grado de perfeccion que los austriacos, que le acosaban, le habian dejado escapar cada vez. ?Schulmeister! Se contaban mil anecdotas de el. Un dia se introdujo en el campamento del archiduque maquillado como mercader de tabaco. Otro dia abandono una ciudad asediada sustituyendo al difunto en un ataud. En otra ocasion, disfrazado de principe aleman, paso revista a los batallones austriacos e incluso asistio a un consejo de guerra al lado de Francisco 11. Napoleon le habia confiado la policia de Viena, como en 1805, y Henri estaba asombrado.

– ?Con la tarea que os ha encomendado Su Majestad y encontrais todavia tiempo para disfrazaros?

– Sin duda tengo el gusto de hacerlo, senor Beyle, y ademas esta mania es muy comoda.

– ?De que os sirve alquilar anteojos en los bastiones?

– Escucho los rumores, me acuerdo de las conversaciones deshonestas, recojo informaciones. En tiempo de guerra, las malas intenciones pueden causar estragos.

– ?Decis eso por mi?

– No, no, senor Beyle.

– ?Soy entonces tan importante para recibir vuestra visita? ?Quereis reclutarme para vuestros servicios?

– En absoluto, senor Beyle. ?Sabeis que el padre de las senoritas Krauss es pariente del archiduque?

– Perdeis el tiempo.

– Jamas, senor Beyle.

– La senorita Anna Krauss solo piensa en el coronel Lejeune…

Henri lamento al instante haberse ido de la lengua, pero acabo de meter la pata cuando quiso atenuar sus palabras-:

– Lejeune, mi amigo Lejeune, es el ayudante de campo del mariscal Berthier.

– Lo se. Nacio en Estrasburgo, como el general Kapp, como yo mismo. Habla perfectamente la lengua de nuestros adversarios.

– ?Y bien?

– Nada…

Schulmeister se habia acercado a la mesa y examinaba el cuaderno gris, del que leyo en voz alta una o dos frases:

«Escribir por prudencia upan myself. Nada de politica.» Cerro el cuaderno y se volvio hacia Henri.

– ?Por que escribis por prudencia, senor Beyle?

– Porque no quiero dar la menor informacion militar a quienes, por azar, pudieran leer mi diario.

– ?Naturalmente! -replico Schulmeister, mientras leia las ultimas notas que Henri habia garabateado al dorso de la proclamacion imperial-: ?Quien es este Staps cuyo comportamiento calificais de extrano?

– Un inquilino de esta casa.

Henri tuvo que contarle como habia sorprendido al joven, sus hechizos ante una estatuilla, el cuchillo de cortar carne que habia sostenido como una espada.

– Poneos la levita, senor Beyle, y acompanadme a la habitacion de ese energumeno.

– ?A estas horas?

– Si.

– Debe de estar durmiendo.

– Pues bien, le despertaremos.

– Creo que ante todo esta chiflado…

– Tomad la bujia.

Henri cedio. Condujo a Schulmeister al ultimo piso e indico la puerta del aleman. El policia entro sin anunciarse, tomo la bujia de manos de Henri y vio que la pequena habitacion estaba vacia.

– ?Vive de noche, vuestro Staps? -pregunto a Henri.

– ?No es mi Staps, y no le espio! -Si os intriga, a mi tambien.

La estatuilla estaba en su lugar y los dos hombres la contemplaron de cerca. Representaba a Juana de Arco con armadura.

– Pero ?que significa esto?-dijo Schulmeister-.Juana de Arco! ?Y esto a que viene?

Finalizaba el cuarto menguante de la luna y la humareda de los incendios ocultaba las estrellas. En la hierba, tendido boca arriba, el coracero Fayolle no dormia. Habia comido sin apetito, por deber, en la escudilla que compartia con Brunel y otros dos, y luego se habia tendido, atento a todos los ruidos, un relincho, una conversacion sorda, la crepitacion de la lena en la fogata del vivaque, el sonido metalico de una coraza arrojada al suelo. Fayolle se interrogaba, algo a lo que no estaba acostumbrado. La accion le convenia, puesto que uno se lanzaba a ella sin pensar, pero luego, aquel pretendido reposo… ?que fastidio! Habia experimentado la mayor parte de las sensaciones de la guerra. Sabia como, con una sacudida del puno, uno hunde su acero en un pecho, el crujido de las costillas rotas, el chorro de sangre al extraer la espada con un movimiento brusco, como evitar la mirada de un enemigo al que uno destripa, como, en el suelo, acuchillar los corvejones de un caballo, como soportar la vision de un companero destrozado por un proyectil incandescente, como protegerse y parar los golpes, como desconfiar, como olvidar la fatiga para cargar cien veces entre un tropel de jinetes. Sin embargo, la muerte de su general le atormentaba. El fantasma de Bayreuth habia dado cuenta de Espagne, aun cuando el casco de metralla que le habia destrozado el corazon fuese real. ?Esta escrito lo que le ocurre a uno? ?Podia creer en eso un descreido? Y en cuanto a el, Fayolle, ?cual iba a ser su suerte? ?Podia modificarla y en que sentido? ?Viviria aun la proxima noche? ?Y Brunel, que dormia grunendo a su lado? ?Y Verzieux? ?Donde estaba a aquella hora y en que estado? Fayolle se burlaba de los aparecidos, pero no soltaba su carabina cargada. Pensaba en la joven campesina a la que habian matado por accidente en la pequena casa de Essling. Se habia divertido con su cadaver todavia flexible, pero su companero, el soldado Pacotte, habia sido degollado por los guerrilleros de la Landwehr, y no habia habido mas testigos de los hechos. ?Pamplinas!, se dijo el coracero. El homicidio, ese era su oficio. Mataba bien y suciamente, como se lo habian ensenado. Tenia talento para ello. ?A cuantos austriacos habia pasado por la hoja de su sable durante la jornada? No los habia contado. ?Diez? ?Treinta? ?Mas? ?Menos? Esos no le impedian dormir, ni siquiera tenian rostros, pero aquella muchacha le obsesionaba. Habia hecho mal en mirarla a los ojos para aquilatar su temor. ?Pero no era la primera vez que se enfrentaba al temor ajeno! Eso le gustaba. Le excitaba el pavor que precede a la muerte inevitable. ?Que poder! No habia otro igual. El mismo Fayolle lo habia experimentado en Nuestra Senora del Pilar, ante un monje furioso que le habia acuchillado, pero sin que sufriera mas que un chirlo. A pesar de la herida, habia logrado estrangular al religioso, con cuyo sayal se habia quedado para hacerse un manto. Luego habia arrojado el cuerpo al Ebro, donde flotaban a centenares los cadaveres de espanoles en sacos. La muchacha de Essling se habia quedado sobre el colchon. ?La habria descubierto alguien? ?Un tirador que intentaba emboscarse y se habia llevado una buena sorpresa? 0 quiza nadie. Tal vez un obus habia incendiado la casa. Fayolle habria debido enterrarla, y este pensamiento le atormentaba. La veia, ella hacia muecas, su mirada atemorizada se volvia amenazante, y el no lograba disipar esta imagen.