Anaconda, стр. 7

EL SIMUN

En vez de lo que deseaba, me dieron un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector de las estaciones meteorologicas en los paises limitrofes.

Estas estaciones, a cargo del gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero, desempenan un papel muy importante en el estudio del regimen climatologico. Su inconveniente estriba en que de las tres observaciones normales a hacer en el dia, el encargado suele efectuar unicamente dos, y muchas veces, ninguna. Llena luego las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de palpito. Y esto explica por que en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas distantes, mientras una marco durante un mes las oscilaciones naturales de una primavera tornadiza, la otra oficina acuso obstinadamente, y para todo el mes, una misma presion atmosferica y una constante direccion del viento.

El caso no es comun, claro esta, pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las observaciones de palpito son una constante amenaza para las estadisticas de meteorologia.

Yo habia a mi vez cazado muchas mariposas mientras tuve a mi cargo una estacion y por esto acaso el Ministerio hallo en mi meritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conocia. Fui especialmente encomendado de informar sobre una estacion instalada en territorio brasileno, al norte del Iguazu. La estacion habia sido creada un ano antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien, segun informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estacion. Para aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorologicas, y quiero creer que por el mismo criterio con que los gobiernos sofocan una vasta huelga, nombrando ministro precisamente a un huelguista.

Remonte, pues, el Parana hasta Corrientes, trayecto que conocia bien. Desde alli a Posadas el pais era nuevo para mi, y admire como es debido el cauce del gran rio anchisimo, lento y plateado, con islas empenachadas en todo el circuito de tacuaras dobladas sobre el agua como inmensas canastillas de bambu. Tabanos, los que se deseen.

Pero desde Posadas hasta el termino del viaje, el rio cambio singularmente. Al cauce pleno y manso sucedia una especie de lugubre Aqueronte -encajonado entre sombrias murallas de cien metros-, en el fondo del cual corre el Parana revuelto en torbellinos, de un gris tan opaco que mas que agua apenas parece otra cosa que livida sombra de los murallones. Ni aun sensacion de rio, pues las sinuosidades incesantes del curso cortan la perspectiva a cada trecho. Se trata, en realidad, de una serie de lagos de montana hundidos entre tetricos cantiles de bosque, basalto y arenisca barnizada en negro.

Ahora bien: el paisaje tiene una belleza sombria que no se halla facilmente en los lagos de Palermo. Al caer la noche, sobre todo, el aire adquiere en la honda depresion, una frescura y transparencia glaciales. El monte vuelca sobre el rio su perfume crepuscular, y en esa vasta quietud de la hora el pasajero avanza sentado en proa, tiritando de frio y excesiva soledad. Esto es bello, y yo senti hondamente su encanto. Pero yo comence a empaparme en su severa hermosura un lunes de tarde; y el martes de manana vi lo mismo, e igual cosa el miercoles, y lo mismo vi el jueves y el viernes. Durante cinco dias, a dondequiera que volviera la vista no veia sino dos colores: el negro de los murallones y el gris livido del rio.

Llegue, por fin. Trepe como pude la barranca de ciento viente metros y me presente al gerente del obraje, que era a la vez el encargado de la estacion meteorologica. Me halle con un hombre joven aun, de color cetrino y muchas patas de gallo en los ojos.

– Bueno -me dije-; las clasicas arrugas tropicales. Este hombre ha pasado su vida en un pais de sol.

Era frances y se llamaba Briand, como el actual ministro de su patria. Por lo demas, un sujeto cortes y de pocas palabras. Era visible que el hombre habia vivido mucho y que al cansancio de sus ojos, contrarrestando la luz, correspondia a todas veras igual fatiga del espiritu: una buena necesidad de hablar poco, por haber pensado mucho.

Halle que el obraje estaba en ese momento poco menos que paralizado por la crisis de madera, pues en Buenos Aires y Rosario no sabian que hacer con el stock formidable de lapacho, incienso, peterebi y cedro, de toda viga, que flotara o no. Felizmente, la paralisis no habia alcanzado a la estacion meteorologica. Todo subia y bajaba, giraba y registraba en ella, que era un encanto. Lo cual tiene su real merito, pues cuando las pilas Edison se ponen en relaciones tirantes con el registrador del anemometro, puede decirse que el caso es serio. No solo esto: mi hombre habia inventado un aparatito para registrar el rocio -un hechizo regional- con el que nada tenian que ver los instrumentos oficiales; pero aquello andaba a maravillas.

Observe todo, toque, compulse libretas y estadisticas, con la certeza creciente de que aquel hombre no sabia cazar mariposas. Si lo sabia, no lo hacia por lo menos. Y esto era un ejemplo tan saludable como moralizador para mi.

No pude menos de informarme, sin embargo, respecto del gran retraso de las observaciones remitidas a Buenos Aires. El hombre me dijo que es bastante comun, aun en obrajes con puerto y chalana en forma, que la correspondencia se reciba y haga llegar a los vapores metiendola dentro de una botella que se lanza al rio. A veces es recogida; a veces, no.

?Que objetar a esto? Quede, pues, encantado. Nada tenia que hacer ya. Mi hombre se presto amablemente a organizarme una caceria de antas -que no cace- y se nego a acompanarme a pasear en guabiroba- por el rio. El Parana corre alla nueve millas, con remolinos capaces de poner proa al aire a remolcadores de jangadas. Pasee, sin embargo, y cruce el rio; pero jamas volvere a hacerlo.

Entretanto la estada me era muy agradable, hasta que uno de esos dias comenzaron las lluvias. Nadie tiene idea en Buenos Aires de lo que es aquello cuando un temporal de agua se asienta sobre el bosque. Llueve todo el dia sin cesar, y al otro, y al siguiente, como si recien comenzara, en la mas espantosa humedad de ambiente que sea posible imaginar. No hay frotador de caja de fosforos que conserve un grano de arena, y si un cigarro ya tiraba mal 30 en pleno sol, no queda otro recurso que secarlo en el horno de la cocina economica, donde se quema, claro esta.

Yo estaba ya bastante harto del paisaje aquel: la inmensa depresion negra y el rio gris en el fondo; nada mas. Pero cuando me toco sentarme en el corredor por toda una semana, teniendo por delante la gotera, detras la lluvia y alla abajo el Parana blanco; cuando, despues de volver la cabeza a todos lados y ver siempre el bosque inmovil bajo el agua, tornaba fatalmente la vista al horizonte de basalto y bruma, confieso que entonces sentia crecer en mi, como un hongo, una inmensa admiracion por aquel hombre que asistia sin inmutarse al liquidamiento de su energia y de sus cajas de fosforos.

Tuve, por fin, una idea salvadora:

tomaramos algo? -propuse-. De continuar esto dos dias mas, me voy en canoa.

Eran las tres de la tarde. En la comunidad de los casos, no es esta hora formal para tomar cana. Pero cualquier cosa me parecia profundamente razonable -aun iniciar a las tres el aperitivo-, ante aquel paisaje de Divina Comedia empapado en siete dias de lluvia.

Comenzamos, pues. No dire si tomamos poco o mucho, porque la cantidad es en si un detalle superficial. Lo fundamental es el giro particular de las ideas, asi la indignacion que se iba apoderando de mi por la manera con que mi companero soportaba aquella desolacion de paisaje. Miraba el hacia el rio con la calma de un individuo que espera el final de un diluvio universal que ha comenzado ya, pero que demorara aun catorce o quince anos: no habia por que inquietarse. Yo se lo dije; no se de que modo, pero se lo dije. Mi companero se echo a reir pero no me respondio. Mi indignacion crecia.

– Sangre de pato… -murmuraba yo mirandolo- No tiene ya dos dedos de energia…

Algo oyo, supongo, porque, dejando su sillon de tela vino a sentarse a la mesa, enfrente de mi. Le vi hacer aquello un si es no es estupefacto, como quien mira a un sapo acodarse ante nuestra mesa. Mi hombre se acodo, en efecto, y note entonces que lo veia con energico relieve.

Habiamos comenzado a las tres, recuerdo que dije. No se que hora seria entonces.

Tropical farsante… murmure aun-. Borracho perdido… El se sonrio de nuevo, y me dijo con voz muy clara:

– Oigame, mi joven amigo: usted, a pesar de su titulo y su empleo y su mariposeo mental, es una criatura. No ha hallado otro recurso para sobrellevar unos cuantos dias que se le antojan aburridos, que recurrir al alcohol. Usted no tiene idea de lo que es aburrimiento, y se escandaliza de que yo no me enloquezca con usted. ?Que sabe usted de lo que es un pais realmente de infierno? Usted es una criatura, y nada mas. ?Quiere oir una historia de aburrimiento? Oiga, entonces:

Yo no me aburro aqui porque he pasado por cosas que usted no resistiria quince dias. Yo estuve siete meses… Era alla, en el Sahara, en un fortin avanzado. Que soy oficial del ejercito frances, ya lo sabe… Ah, ?no? Bueno, capitan… Lo que no sabe es que pase siete meses alla, en un pais totalmente desierto, donde no hay mas que sol de cuarenta y ocho grados a la sombra, arena que deja ciego y escorpiones. Nada mas. Y esto cuando no hay siroco… Eramos dos oficiales y ochenta soldados. No habia nadie ni nada mas en doscientas leguas a la redonda. No habia sino una horrible luz y un horrible calor, dia y noche… Y constantes palpitaciones de corazon, porque uno se ahoga… Y un silencio tan grande como puede desearlo un sujeto con jaqueca.

Las tropas van a esos fortines porque es su deber. Tambien van los oficiales; pero todos vuelven locos o poco menos. ?Sabe a que tiempo de marcha estan esos fortines? A veinte y treinta dias de caravana… Nada mas que

arena: arena en los dientes, en la sopa, en cuanto se come; arena en la maquina de los relojes que hay que llevar encerrados en bolsitas de gamuza. Y en los ojos, hasta enceguecer al ochenta por ciento de los indigenas, cuanta quiera. Divertido, ?eh? Y el cafard… ?Ah! Una diversion…

Cuando sopla el siroco, si no quiere usted estar todo el dia escupiendo sangre, debe acostarse entre sabanas mojadas, renovandolas sin cesar, porque se secan antes de que usted se acuerde. Asi, dos, tres dias. A veces siete… ?Oye bien?, siete dias. Y usted no tiene otro entretenimiento, fuera de empapar sus sabanas, que triturar arena, azularse de disnea por la falta de aire y cuidarse bien de cerrar los ojos porque estan llenos de arena… y adentro, afuera, donde vaya, tiene cincuenta y dos grados a la sombra. Y si usted adquiere bruscamente ideas suicidas -incuban alla con una rapidez desconcertante-, no tiene mas que pasear cien metros al sol, protegido por todos los sombreros que usted quiera: una buena y subita congestion a la medula lo tiende en medio minuto entre los escorpiones.