Anaconda, стр. 30

MISS DOROTHY PHILLIPS, MI ESPOSA

Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematografo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un anos, soy alto, delgado y trigueno, como cuadra, a efectos de la exportacion, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posicion, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho mas respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesion ni en comprension, la frivolidad de mis treinta y un anos de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algun pensamiento. Pero en ningun instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mi dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clasica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaria la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho -pero al reves- para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchisimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habra nunca es para usurpar el titulo de belleza cuando la dama tiene los ojos de raton. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.

El alma se ve en los ojos -dijo alguien-. Y el cuerpo tambien, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comite ideal de Belleza Publica, enviaria sin otro motivo al patibulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.

Con esta indignacion y los deleites correlativos- he pasado los treinta y un anos de mi vida esperando, esperando.

?Esperando que? Dios lo sabe. Acaso el bendito pais en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspension de aliento, absorcion mas paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente belios. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en si mismos el abismo, el vertigo en que el varon pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en el. Esto, cuando nos miran por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.

Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponderadas. Podra parecer frivolo pero lo que dice no lo es. Si una pulgada de mas o de menos en la nariz de Cleopatra -segun el filosofo- hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podia haber pasado si aquella senora llega a tener los ojos mas hermosos de lo que los tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos anos antes, y el resto.

Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del cinematografo haya sido para mi el comienzo de una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y palido del cine, porque he dejado mi corazon, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que impregno por tres cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon.

Los pintores odian al cinematografo porque dicen que en este la luz vibra infinitamente mas que en sus cuadros cinematograficos. Lo comprendo bien. Pero no se si ellos comprenderan la vibracion que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los pies, cuando una hermosisima muchacha nos tiende por una hora su propia vibracion personal al alcance de la boca. Porque no debe olvidarse que contadisimas veces en la vida nos es dado ver tan de cerca a una mujer como en la pantalla. El paso de una hermosa chica a nuestro lado constituye ya una de las pocas cosas por las cuales valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y perderla. No abundan estas pequenas felicidades.

Ahora bien: ?que es este fugaz deslumbramiento ante el vertigo sostenido, torturador, implacable, de tener toda una noche a diez centimetros los ojos de Mildred Harris? ?A diez, cinco centimetros! Piensese en esto. Como aun en el cinematografo hay mujeres feas, las pestanas de una misera, vistas a tal distancia, parecen varas de mimbre. Pero cuando una hermosa estrella detiene y abre el paraiso de sus ojos, de toda la vasta sala, y la guerra europea, y el eter sideral, no queda nada mas que el profundo eden de melancolia que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.

Todo esto es cierto. Entre otras cosas, el cinematografo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas sumamente expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han perdido para siempre la razon por tal o cual mujer a la que nunca conocieron. Por mi parte, cuanto pudiera yo perder incluso la verguenza- me pareceria un bastante buen negocio si al final de la aventura Marion Davies -pongo por caso- me fuera otorgada por esposa.

Asi, provisto de esta sensibilidad un poco anormal, no es de extranar mi asiduidad al cine, y que las mas de las veces salga de el mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos vidas distintas: una durante el dia, en mi oficina y el ambiente normal de Buenos Aires, y la otra de noche, que se prolonga hasta el amanecer. Porque sueno, sueno siempre. Y se querra creer que ellos, mis suenos, no tienen nada que envidiar a los de soltero -ni casado- alguno.

A tanto he llegado, que no se en esas ocasiones con quien sueno: Edith Roberts… Wanda Hawley… Dorothy Phillips… Miriam Cooper…

Y este cuadruple paraiso ideal, sonado, mentido, todo lo que se quiera, es demasiado magico, demasiado vivo, demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de seccion de ministerio.

?Que hacer? Tengo ya treinta y un anos y no soy, como se ve, una criatura. Dos unicas soluciones me quedan. Una de ellas es dejar de ir al cinematografo. La otra…

Aqui un parentesis. Yo he estado dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo indecible pensando, calculando a cuatro decimales las probabilidades de felicidad que podian concederme mis dos prometidas. Y he roto las dos veces.

La culpa no estaba en ellas -podra decirse-, sino en mi, que encendia el fuego y destilaba una esencia que no se habia formado aun. Es muy posible. Pero para algo me sirvio mi ensayo de quimica, y cuanto medite y torne a meditar hasta algunos hilos de plata en las sienes, puede resumirse en este apotegma:

No hay mujer en el mundo de la cual un hombre -asi la conozca desde que usaba panales- pueda decir: una vez casada sera asi y asi; tendra este real caracter y estas tales reacciones.

Se de muchos hombres que no se han equivocado, y se de otro en particular cuya eleccion ha sido un verdadero hallazgo, que me hizo esta profunda observacion:

Yo soy el hombre mas feliz de la tierra con mi mujer; pero no te cases nunca.

Dejemos; el punto se presta a demasiadas interpretaciones para insistir, y cerremosle con una leyenda que, a lo que entiendo, estaba grabada en las puertas de una feliz poblacion de Grecia: Cada cual sabe lo que pasa en su casa.

Ahora bien; de esta conviccion expuesta he deducido esta otra: la unica esperanza posible para el que ha resistido hasta los treinta anos al matrimonio es casarse inmediatamente con la primera chica que le guste o le haya gustado mucho al pasar; sin saber quien es, ni como se llama, ni que probabilidades tiene de hacernos feliz; ignorandolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.

En diez minutos, en dos horas a lo mas -el tiempo necesario para las formalidades con ella o los padres y el R. C.-, la desconocida de media hora antes se convierte en nuestra intima esposa.

Ya esta. Y ahora, acodados al escritorio, nos ponemos a meditar sobre lo que hemos hecho.

No nos asustemos demasiado, sin embargo. Creo sinceramente que una esposa tomada en estas condiciones no esta mucho mas distante de hacernos feliz que cualquier otra. La circunstancia de que hayamos tratado uno o dos anos a nuestra novia (en la sala, novias y novios son sumamente agradables), no es infalible garantia de felicidad. Aparentemente el previo y largo conocimiento supone otorgar esa garantia. En la practica, los resultados son bastante distintos. Por lo cual vuelvo a creer que estamos tanto o mas expuestos a hallar bondades en una esposa improvisada que decepciones en la que nuestra madura eleccion juzgo ideal.

Dejemos tambien esto. Sirva, por lo menos, para autorizar la resolucion muy honda del que escribe estas lineas, que tras el curso de sus inquietudes ha decidido casarse con una estrella del cine.

De ellas, en resumen, ?que se? Nada, o poco menos que nada. Por lo cual mi matrimonio vendria a ser lo que fue originariamente: una verdadera conquista, en que toda la esposa deseada -cuerpo, vestidos y perfumes- es un verdadero hallazgo. Queremos creer que el novio menos devoto de su prometida conoce, poco o mucho, el gusto de sus labios. Es un placer al que nada se puede objetar, si no es que roba a las bodas lo que deberia ser su primer dulce tropiezo. Pero para el hombre que a dichas bodas llegue con los ojos vendados, el solo roce del vestido, cuyo tacto nunca ha conocido, sera para el una brusca novedad cargada de amor.

No ignoro que esta mi empresa sobrepasa casi las fuerzas de un hombre que esta apenas en regular posicion; las estrellas son dificiles de obtener. Alla veremos. Entre tanto, mientras pongo en orden mis asuntos y obtengo la licencia necesaria, establezco el siguiente cuadro, que podriamos llamar de diagnostico diferencial:

Miriam Cooper – Dorothy Phillips – Brownie Vernon – Grace Cunard. El caso Cooper es demasiado evidente para no llevar consigo su sentencia: demasiado delgada. Y es lastima, porque los ojos de esta chica merecen bastante mas que el nombre de un pobre diablo como yo. Las mujeres flacas son encantadoras en la calle, bajo las manos de un modisto, y siempre y toda vez que el objeto a admirar sea, no la linea del cuerpo, sino la del vestido. Fuera de estos casos, poco agradables son.

El caso Phillips es mas serio, porque esta mujer tiene una inteligencia tan grande como su corazon, y este, casi tanto como sus ojos.