Anaconda, стр. 13

LOS FABRICANTES DE CARBON

Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre el. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, habia aun treinta metros y el cajon pesaba. Era esa la cuarta detencion -y la ultima-, pues muy proxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.

Pero el sol de mediodia pesaba tambien sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba el paisaje en un amarillo livido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.

De vez en cuando volvian la cabeza al camino recorrido, y la bajaban en seguida, ciegos de luz. Uno de ellos, por lo demas, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empunaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.

El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Tecnica dura, esta, pero que nuestros hombres tenian grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestion era una caldera para fabricar carbon que ellos mismos habian construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefaccion circular, obra tambien de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.

Uno se llamaba Duncan Drever, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban asi un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se rie de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.

Pero Rienzi y Drever, tirados de espaldas, el brazo sobre los ojos, no se reian en esa ocasion, porque estaban hartos de trabajar desde las cinco de la manana y desde un mes atras, bajo un frio de cero grado las mas de las veces.

Esto era en Misiones. A las ocho, y hasta las cuatro de la tarde, el sol tropical hacia de las suyas, pero apenas bajaba el sol, el termometro comenzaba a caer con el, tan velozmente que se podia seguir con los ojos el descenso del mercurio. A esa hora el pais comenzaba a helarse literalmente; de modo que los treinta grados del mediodia se reducian a cuatro a las ocho de la noche, para comenzar a las cuatro de la manana el galope descendente: -1, -2, -3. La noche anterior habia bajado a 4, con la consiguiente sacudida de los conocimientos geograficos de Rienzi, que no concluia de orientarse en aquella climatologia de carnaval, con la que poco tenian que ver los informes meteorologicos.

– Este es un pais subtropical de calor asfixiante -decia Rienzi tirando el cortafierro quemante de frio y yendose a caminar. Porque antes de salir el sol, en la penumbra glacial del campo escarchado, un trabajo a fierro vivo despelleja las manos con harta facilidad.

Drever y Rienzi, sin embargo, no abandonaron una sola vez su caldera en todo ese mes, salvo los dias de lluvia, en que estudiaban modificaciones sobre el plano, muertos de frio. Cuando se decidieron por la destilacion en vaso cerrado, sabian ya practicamente a que atenerse respecto de los diversos sistemas a fuego directo, incluso el de Schwartz. Puestos de firme en su caldera, lo unico que no habia variado nunca era su capacidad: 1.400 CM '. Pero forma, ajuste, tapas, diametro del tubo de escape, condensador,

todo habia sido estudiado y reestudiado cien veces. De noche, al acostarse, se repetia siempre la misma escena. Hablaban un rato en la cama de a o b, cualquier cosa que nada tenia que ver con su tarea del momento. Cesaba la conversacion, porque tenian sueno. Asi al menos lo creian ellos. A la hora de profundo silencio, uno levantaba la voz:

– Yo creo que diecisiete debe ser bastante.

– Creo lo mismo -respondia en seguida el otro.

?Diecisiete que? Centimetros, remaches, dias, intervalos, cualquier cosa. Pero ellos sabian perfectamente que se trataba de su caldera y a que se referian.

Un dia, tres meses atras, Rienzi habia escrito a Drever desde Buenos Aires, diciendole que queria ir a Misiones. ?Que se podia hacer? El creia que a despecho de las aleluyas nacionales sobre la industrializacion del pais, una pequena industria, bien entendida, podria dar resultado por lo menos durante la guerra. ?Que le parecia esto?

Drever contesto: "Vengase, y estudiaremos el asunto carbon y alquitran". A lo que Rienzi repuso embarcandose para alla.

Ahora bien; la destilacion a fuego de la madera es un problema interesante de resolver, pero para el cual se requiere un capital bastante mayor del que podia disponer Drever. En verdad, el capital de este consistia en la lena de su monte, y el recurso de sus herramientas. Con esto, cuatro chapas que le habian sobrado al armar el galpon, y la ayuda de Rienzi, se podia ensayar.

Ensayaron, pues. Como en la destilacion de la madera los gases no trabajaban a presion, el material aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz, pues a mas de las dificultades tecnicas debieron contar con las derivadas de la escasez de material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo, fue un desastre: imposible pestanar aquellos bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron, pues, que ajustarla a fuerza de remaches, a uno por centimetro, lo que da 1.680 para la sola union longitudinal de las chapas. Y como no tenian remaches, cortaron 1.680 clavos, y algunos centenares mas para la armadura.

Rienzi remachaba de afuera. Drever, apretado dentro de la caldera, con las rodillas en el pecho, soportaba el golpe. Y los clavos, sabido es, solo pueden ser remachados a costa de una gran paciencia que a Drever, alla adentro, se le escapaba con rapidez vertiginosa. A la hora turnaban, y mientras Drever salia acalambrado, doblado, incorporandose a sacudidas, Rienzi entraba a poner su paciencia a prueba con las corridas del martillo por el contragolpe.

Tal fue su trabajo. Pero el empeno en hacer lo que querian fue asimismo tan serio, que los dos hombres no dejaron pasar un dia sin machucarse las unas. Con las modificaciones sabidas los dias de lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.

No tuvieron en ese mes otra diversion -esto desde el punto de vista urbano- que entrar los domingos de manana en el monte a punta de machete. Drever, hecho a aquella vida, tenia la muneca bastante solida para no cortar sino lo que queria; pero cuando Rienzi era quien abria monte, su companero tenia buen cuidado de mantenerse atras a cuatro o cinco metros. Y no es que el puno de Rienzi fuera malo; pero el machete es cosa de un largo aprendizaje.

Luego, como distraccion diaria, tenian la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Drever. Era esta una rubia de cinco anos, sin madre, porque Drever habia enviudado a los tres anos de estar alla. El la habia criado solo, con una paciencia infinitamente mayor que la que le pedian los remaches de la caldera. Drever no tenia el caracter manso, y era dificil de manejar. De donde aquel hombron habia sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar de su hija, no lo se; pero lo cierto es que cuando caminaban juntos al crepusculo, se oian dialogos como este:

– ?Piapia!

– ?Mi vida…!

– ?Va a estar pronto tu caldera? -Si, mi vida.

– ?Y vas a destilar toda la lena del monte?

– No; vamos a ensayar solamente.

– ?Y vas a ganar platita?

– No creo, chiquita.

– ?Pobre piapiacito querido! No podes nunca ganar mucha plata.

– Asi es…

– Pero vas a hacer un ensayo lindo, piapia. ?Lindo como vos, piapiacito querido!

– Si, mi amor.

– ?Yo te quiero mucho, mucho, piapia!

– Si, mi vida… Y el brazo de Drever bajaba por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y quebrada de su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.

Rienzi tampoco era prodigo de palabras, y facilmente podia considerarseles tipos inabordables. Mas la chica de Drever conocia un poco a aquella clase de gente, y se reia a carcajadas del terrible ceno de Rienzi, cada vez que este trataba de imponer con su entrecejo tregua a las diarias exigencias

de su ayudante: vueltas de carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampolin, sube y baja, alambrecarril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo, cuando este, a mediodia, se tiraba al sol sobre el pasto.

Drever oia un juramento e inquiria la causa.

– ?Es la maldita viejita! -gritaba Rienzi-. No se le ocurre sino… Pero ante la -bien que remota- probabilidad de una injusticia propia del padre, Rienzi se apresuraba a hacer las paces con la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella de Rienzi.

Su padre jugaba menos con ella; pero seguia con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de la meseta, cargado con la chica en los hombros. Era un terceto bien curioso el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco anos, que iban, venian y volvian a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada y educada constantemente al lado de su padre, conocia una por una las herramientas, y sabia que presion, mas o menos, se necesita para partir diez cocos juntos, y a que olor se le puede llamar con propiedad de pirolenoso. Sabia leer, y escribia todo con mayusculas. Aquellos doscientos metros del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se construyo el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a mediodia, iban y venian como hormigas por el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva para evitar el florecimiento de arenisca negra a flor de pasto.

Si la eleccion del sistema de calefaccion les habia costado, su ejecucion sobrepaso con mucho lo concebido.

Una cosa es en el papel, y otra en el terreno, decia Rienzi con las manos en los bolsillos, cada vez que un laborioso calculo sobre volumen de gases, toma de aire, superficie de la parrilla, camara de tiro, se les iba al diablo por la pobreza del material.

Desde luego, se les habia ocurrido la cosa mas arriesgada que quepa en asuntos de ese orden: calefaccion en espiral para una caldera horizontal. ?Por que? Tenian ellos sus razones y dejemoselas. Mas lo cierto es que cuando encendieron por primera vez el horno, y acto continuo el humo escapo de la chimenea, despues de haberse visto forzado a descender cuatro veces bajo la caldera, al ver esto, los dos hombres se sentaron a fumar sin decir nada, mirando aquello con aire mas bien distraido, el aire de hombres de caracter que ven el exito de un duro trabajo en el que han puesto todas sus fuerzas.