Anaconda, стр. 12

EL YACIYATERE

Cuando uno ha visto a un chiquilin reirse a las dos de la manana como un loco, con una fiebre de cuarenta y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyatere, se adquiere de golpe sobre las supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.

Se trata aqui de una simple supersticion. La gente del sur dice que el yaciyatere es un pajarraco desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oido mil veces. El cantito es muy fino y melancolico. Repetido y obsediante, como el que mas. Pero en el norte, el yaciyatere es otra cosa.

Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Parana, pues la latina" no nos habia dado resultado con un rio de corriente feroz y en una canoa que rasaba el agua. La canoa era tambien obra nuestra, construida en la bizarra proporcion de 1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.

Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la manana no habia viento. Se aprontaba una magnifica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El rio corria untuoso bajo el cielo blanco. No podiamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble reverberacion de cielo y agua enceguecia. Ademas, principio de jaqueca en mi companero. Y ni el mas leve soplo de aire.

Pero una tarde asi en Misiones, con una atmosfera de esas tras cinco dias de viento norte, no indica nada bueno para el sujeto que esta derivando por el Parana en canoa de carrera. Nada mas dificil, por otro lado, que remar en ese ambiente.

Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuare. La tormenta venia.

Estos cerros de Teyucuare, tronchados a pico sobre el rio en enormes cantiles de asperon rosado, por los que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Parana formando hacia San Ignacio una honda ensenada, a perfecto resguardo del viento sur. Grandes bloques de piedra desprendidos del acantilado erizan el litoral, contra el cual el Parana entero tropieza, remolinea y se escapa por fin aguas abajo, en rapidos agujereados de remolinos. Pero desde el cabo final, y contra la costa misma, el agua remansa lamiendo lentamente el Teyucuare hasta el fondo del golfo.

En dicho cabo, y a resguardo de un inmenso bloque para evitar las sorpresas del viento, encallamos la canoa y nos sentamos a esperar. Pero las piedras barnizadas quemaban literalmente, aunque no habia sol, y bajamos a aguardar en cuclillas a orillas del agua.

El sur, sin embargo, habia cambiado de aspecto. Sobre el monte lejano, un blanco rollo de viento ascendia en curva, arrastrando tras el un toldo azul de lluvia. El rio, subitamente opaco, se habia rizado.

Todo esto es rapido. Alzamos la vela, empujamos la canoa, y bruscamente, tras el negro bloque, el viento paso rapando el agua. Fue una sola sacudida de cinco segundos; y ya habia olas. Remamos hacia la punta de la restinga, pues tras el parapeto del acantilado no se movia aun una hoja. De pronto cruzamos la linea imaginaria, si se quiere, pero perfectamente definida-, y el viento nos cogio.

Vease ahora: nuestra vela tenia tres metros cuadrados, lo que es bien poco, y entramos con 35 grados en el viento. Pues bien; la vela volo, arrancada como un simple panuelo y sin que la canoa hubiera tenido tiempo de sentir la sacudida. Instantaneamente el viento nos arrastro. No mordia sino en nuestros cuerpos: poca vela, como se ve, pero era bastante para contrarrestar remos, timon, todo lo que hicieramos. Y ni siquiera de popa; nos llevaba de costado, borda tumbada como una cosa naufraga.

Viento y agua, ahora. Todo el rio, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de lluvia que el viento llevaba de una ola a otra, rompia y anudaba en bruscas sacudidas convulsivas. Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un rio que no da fondo alli a sesenta brazas. En un solo minuto el Parana se habia transformado en un mar huracanado, y nosotros, en dos naufragos. Ibamos siempre empujados de costado, tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de ola, ciegos de agua, con la cara dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de frio.

En Misiones, con una tempestad de verano, se pasa muy facilmente de cuarenta grados a quince, y en un solo cuarto de hora. No se enferma nadie, porque el pais es asi, pero se muere uno de frio.

Plena mar, en fin. Nuestra unica esperanza era la playa de Blosset -playa de arcilla, felizmente-, contra la cual nos precipitabamos. No se si la canoa hubiera resistido a flote un golpe de agua mas; pero cuando una ola nos lanzo a cinco metros dentro de tierra, nos consideramos bien felices. Aun asi tuvimos que salvar la canoa, que bajaba y subia al pajonal como un corcho, mientras nos hundiamos en la arcilla podrida y la lluvia nos golpeaba como piedras.

Salimos de alli; pero a las cinco cuadras estabamos muertos de fatiga, bien calientes esta vez. ?Continuar por la playa? Imposible. Y cortar el monte en una noche de tinta, aunque se tenga un Collins en la mano, es cosa de locos.

Esto hicimos, no obstante. Alguien ladro de pronto -o, mejor, aullo; porque los perros de monte solo aullan-, y tropezamos con un rancho. En el rancho habria, no muy visibles a la llama del fogon, un peon, su mujer

y tres chiquilines. Ademas, una arpillera tendida como hamaca, dentro de la cual una criatura se moria con un ataque cerebral.

– ?Que tiene? -preguntamos.

– Es un dano -respondieron los padres, despues de volver un instante la cabeza a la arpillera.

Estaban sentados, indiferentes. Los chicos, en cambio, eran todo ojos hacia afuera. En ese momento, lejos, canto el yaciyatere. Instantaneamente los muchachos se taparon cara y cabeza con los brazos.

– ?Ah! El yaciyatere -pensamos- Viene a buscar al chiquilin. Por lo menos lo dejara loco.

El viento y el agua habian pasado, pero la atmosfera estaba muy fria. Un rato despues, pero mucho mas cerca, el yaciyatere canto de nuevo. El chico enfermo se agito en la hamaca. Los padres miraban siempre el fogon, indiferentes. Les hablamos de panos de agua fria en la cabeza. No nos entendian, ni valia la pena, por lo demas. ?Que iba a hacer eso contra el yaciyatere?

Creo que mi companero habia notado, como yo, la agitacion del chico al acercarse el pajaro. Proseguimos tomando mate, desnudos de cintura arriba, mientras nuestras camisas humeaban secandose contra el fuego. No hablabamos; pero en el rincon lobrego se veian muy bien los ojos espantados de los muchachos.

Afuera, el monte goteaba aun. De pronto, a media cuadra escasa, el yaciyatere canto. La criatura enferma respondio con una carcajada. Bueno. El chico volaba de fiebre porque tenia una meningitis y respondia con una carcajada al llamado del yaciyatere.

Nosotros tomabamos mate. Nuestras camisas se secaban. La criatura estaba ahora inmovil. Solo de vez en cuando roncaba, con un sacudon de cabeza hacia atras. Afuera, en el bananal esta vez, el yaciyatere canto. La criatura respondio en seguida con otra carcajada. Los muchachos dieron un grito y la llama del fogon se apago.

A nosotros, un escalofrio nos corrio de arriba abajo. Alguien, que cantaba afuera, se iba acercando, y de esto no habia duda. Un pajaro; muy bien, y nosotros lo sabiamos. Y a ese pajaro que venia a robar o enloquecer a la criatura, la criatura misma respondia con una carcajada a cuarenta y dos grados.

La lena humeda llameaba de nuevo, y los inmensos ojos de los chicos lucian otra vez. Salimos un instante afuera. La noche habia aclarado, y podriamos encontrar la picada. Algo de humo habia todavia en nuestras camisas; pero cualquier cosa antes que aquella risa de meningitis…

Llegamos a las tres de la manana a casa. Dias despues paso el padre por alli, y me dijo que el chico seguia bien, y que se levantaba ya. Sano, en suma.

Cuatro anos despues de esto, estando yo alla, debi contribuir a levantar el censo de 1914, correspondiendome el sector Yabebiri-Teyucuare. Fui por agua, en la misma canoa, pero esta vez a simple remo. Era tambien de tarde.

Pase por el rancho en cuestion y no halle a nadie. De vuelta, y ya al crepusculo, tampoco vi a nadie. Pero veinte metros mas adelante, parado en el ribazo del arroyo y contra el bananal oscuro, estaba un muchacho desnudo, de siete a ocho anos. Tenia las piernas sumamente flacas -los muslos mas aun que las pantorrillas- y el vientre enorme. Llevaba una vara de pescar en la mano derecha, y en la izquierda sujetaba una banana a medio comer. Me miraba inmovil, sin decidirse a comer ni a bajar del todo el brazo.

Le hable, inutilmente. Insisti aun, preguntandole por los habitantes del rancho. Echo, por fin, a reir, mientras le caia un espeso hilo de baba hasta el vientre. Era el muchacho de la meningitis.

Sali de la ensenada: el chico me habia seguido furtivamente hasta la playa, admirando con abiertos ojos mi canoa. Tire los remos y me deje llevar por el remanso, a la vista siempre del idiota crepuscular, que no se decidia a concluir su banana por admirar la canoa blanca.