Mendigos En España, стр. 1

Nancy Kress

Mendigos En España

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Título original: Beggars in Spain (c) 1992, Nancy Kress

Traducción: Nora Susana Todaro

"Con energía y con vigilia constante, id adelante y traednos victorias."

Abraham Lincoln, al Mayor General Joseph Hooker, 1863.

I

Se sentaron tiesos en sus antiguas sillas Eames, dos personas que no deseaban estar allí, o una que no lo deseaba y otra que se resentía por la resistencia de la otra. El doctor Ong ya lo había visto antes. En dos minutos estuvo seguro: la que se resistía furiosamente era la mujer. Perdería. El hombre lo pagaría luego, con pequeñeces, por mucho tiempo.

– Supongo que ya pidieron los informes financieros necesarios -dijo amablemente Roger Camden-, de modo que vayamos directamente a los detalles, ¿de acuerdo, doctor?

– Seguro -dijo Ong-. ¿Por qué no empieza por decirme todas las modificaciones genéticas que desea para el bebé?

La mujer se volvió repentinamente en la silla. Tenía entre veinticinco y treinta años -obviamente una segunda esposa- pero ya parecía decaída, como si convivir con Roger Camden la estuviera desgastando. No le extrañaría en lo más mínimo, pensó Ong, que así fuera. El cabello de la señora Camden era castaño, sus ojos eran castaños, su piel tenía un tinte castaño que habría sido bonito con algo de color en las mejillas. Llevaba un abrigo castaño, ni barato ni a la moda, y zapatos que parecían vagamente ortopédicos. Ong buscó en los informes su nombre: Elizabeth. Apostó a que la gente lo olvidaba a menudo.

Junto a ella, Roger Camden irradiaba una nerviosa vitalidad; un hombre de edad algo más que mediana, cuya cabeza en forma de bala no casaba con el cuidadoso corte de pelo y el traje de negocios de seda italiana.

Ong no necesitó consultar sus informes para recordar algo sobre Roger Camden. Una caricatura de su cabeza de bala había sido la principal ilustración de la edición por cable del Wall Street Journal del día anterior:

Camden había dirigido una importante jugada en inversiones cuasi-fraudulentas de data-atoll.

Ong no estaba seguro de qué era una inversión cuasi-fraudulenta de data-atoll.

– Una niña -dijo Elizabeth Camden. Ong no esperaba que ella hablara primero. Su voz fue otra sorpresa: clase alta británica-. Rubia, ojos verdes, alta, delgada.

Ong sonrió.

– Los factores de apariencia son los más fáciles de lograr, como seguramente sabrán. Pero todo lo que podemos hacer en cuanto a la "delgadez" es darle una disposición genética en tal sentido. Cómo la alimenten, naturalmente…

– Sí, sí -dijo Roger Camden- eso es obvio. Ahora: inteligencia. Gran inteligencia. Y osadía.

– Lo siento, señor Camden; los factores de personalidad no se conocen aún lo bastante como para permitir a la genética…

– Sólo lo ponía a prueba -dijo Camden, con una sonrisa que a Ong le pareció que quería ser simpática.

Elizabeth Camden dijo:

– Capacidad musical.

– Otra vez, señora Camden, todo lo que podemos garantizar es cierta disposición hacia la música.

– Con eso basta -dijo Camden-. Todas las correcciones para cualquier problema de salud ligado a lo genético, por supuesto.

– Por supuesto -dijo el doctor Ong. Los clientes no hablaron. Hasta el momento su lista era modesta, en vista de la riqueza de Camden; con la mayoría de los clientes había que discutir para que no pretendieran tendencias genéticas contradictorias, o exceso de alteraciones, o expectativas irreales.

Esperó. La tensión irradiaba en la habitación como calor.

– Y -dijo Camden-, que no necesite dormir.

Elizabeth Camden volvió la cabeza para mirar por la ventana.

Ong tomó de su escritorio un imán sujeta-papeles. Habló en tono amable:

– ¿Podría saber cómo se enteró de que existe ese programa de modificación genética?

Camden hizo una mueca.

– No está negando que exista.

Lo anoto a su favor, Doctor.

Ong se contuvo.

– ¿Podría saber cómo se enteró de que el programa existe?

Camden rebuscó en el bolsillo interior de su traje. La seda se arrugó y se deformó; cuerpo y traje provenían de diferentes clases sociales. Camden era, recordó Ong, un yagaísta, amigo personal del propio Kenzo Yagai.

Le alcanzó una hoja de impresora: las especificaciones del programa.

– No se moleste en buscar la falla de seguridad en su banco de datos, Doctor; no la encontrará. Si le sirve de consuelo, nadie más lo logrará. Ahora bien. -Se incorporó súbitamente y su tono cambió-. Sé que ha creado hasta ahora veinte niños que no necesitan dormir para nada. Que diecinueve son hasta ahora sanos, inteligentes y psicológicamente normales. De hecho mejor que normales; son inusualmente precoces. El mayor tiene ya cuatro años y puede leer en dos idiomas. Sé que están pensando en ofrecer al mercado esta modificación genética en unos años. Todo lo que quiero es la posibilidad de comprarla para mi hija ya. Al precio que pidan.

Ong quedó perplejo.

– No puedo discutir esto unilateralmente con usted, señor Camden. Ni el robo de nuestros archivos…

– No hubo robo. Su sistema vomitó espontáneamente una burbuja de información en una salida pública; les llevaría un tiempo del demonio probar lo contrario…

– … ni la oferta de negociar esta modificación genética quedan bajo mi sola autoridad.

Ambos deben discutirse con el Directorio del Instituto.

– Sin duda, sin duda. ¿Cuándo puedo hablar con ellos?

– ¿Usted?

Camden lo miró desde su asiento. Ong pensó que pocos hombres podían lucir tan confiados a medio metro por debajo del nivel de los ojos.

– Por supuesto. Me gustaría presentar mi oferta a quienquiera que tenga real autoridad para aceptarla. Sólo una sana negociación.

– No es sólo una cuestión comercial, señor Camden.

– No es tampoco sólo investigación pura -replicó Camden-.

Son una corporación comercial. Y tienen exenciones impositivas que se otorgan solamente a firmas que cumplen ciertas normas de juego limpio.

Por un momento a Ong no se le ocurrió qué quería decir.